Es la noche en que las campanas clamorean (tocan a muerto) y se recuerdan y relatan historias de miedo mientras se comen castañas asadas.
Yo quiero recordar, hoy que queda tan poco para la Noche de Difuntos, uno de los relatos (pdf) que mejor recoge el espíritu de esta fecha:
El Monte de las Ánimas
Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)
La noche de
difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido
monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en
Soria.
Intenté
dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo
que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda.
Por pasar el
rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
Yo la oí en
el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la
cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos
por el aire frío de la noche.
Sea de ello
lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
I
—Atad los perros; haced la señal con
las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La
noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las
Ánimas.
—¡Tan pronto!
—A ser otro día, no dejara yo de
concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus
madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los
Templarios y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la
capilla del monte.
—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah!
¿Quieres asustarme?
—No, hermosa prima; tú ignoras cuanto
sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy
lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el
camino te contaré esa historia.
Los pajes se
reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel
montaron en sus magníficos caballos y todos juntos siguieron a sus hijos
Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras
duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
—Ese monte que hoy llaman de las
Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del
río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a
los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad
por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de
Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
»Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad
fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros
tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus
necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar
una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los
clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y
nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su
empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron
de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron
sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla
espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso
exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad
del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado,
y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se
enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
»Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar
sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en
jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las
breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las
culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la
nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria
le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que
cierre la noche.»
La relación
de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del
puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la
comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por
entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
Los
servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del
palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando
algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban
familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del
salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la
conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en
un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la
hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo
silencio. Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos
en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las
campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y
triste.
—Hermosa prima —exclamó al fin Alonso
rompiendo el largo silencio en que se encontraban—; pronto vamos a separarnos
tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y
guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído
suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo
un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella
desdeñosa contracción de sus delgados labios.
—Tal vez por la pompa de la corte
francesa; donde hasta aquí has vivido —se apresuró a añadir el joven—. De un
modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera
que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar
gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta
tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué
hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una
desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al
altar... ¿Lo quieres?
—No sé en el tuyo —contestó la hermosa—,
pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de
ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... Que aún puede ir a
Roma sin volver con las manos vacías.
El acento
helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que
después de serenarse dijo con tristeza:
—Lo sé prima; pero hoy se celebran
Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes.
¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se
mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir
una palabra.
Los dos
jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de
las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía
crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.
Al cabo de
algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
—Y antes de que concluya el día de
Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar
tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? —dijo él clavando una mirada en
la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento
diabólico.
—¿Por qué no? —exclamó ésta llevándose
la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su
ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión
de sentimiento, añadió:
—¿Te acuerdas de la banda azul que
llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que
era la divisa de tu alma?
—Sí.
—Pues... ¡Se ha perdido! Se ha perdido,
y pensaba dejártela como un recuerdo.
—¡Se ha perdido!, ¿y dónde? —preguntó
Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor
y esperanza.
—No sé.... En el monte acaso.
—¡En el Monte de las Ánimas —murmuró
palideciendo y dejándose caer sobre el sitial—; en el Monte de las Ánimas!
Luego
prosiguió con voz entrecortada y sorda:
—Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil
veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No
habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes,
he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi
juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies
son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus
costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo
y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión.
Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin
embargo, esta noche.... Esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes?
Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del
monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas
que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente,
tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica
carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el
joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz,
que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el
fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil
colores:
—¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura!
¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de
difuntos, y cuajado el camino de lobos!
Al decir
esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos
de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie,
se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su
cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa,
que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
—Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
—¡Alonso! ¡Alonso! —dijo ésta,
volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el
joven había desaparecido.
A los pocos
minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con
una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó
atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció
por último.
Las viejas,
en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en
los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Había pasado
una hora, dos, tres; la media roche estaba a punto de sonar, y Beatriz se
retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora
pudiera haberlo hecho.
—¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven
cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber
intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en
el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de
haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se
durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce
sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la
campana, lentas, sordas; tristísimas, y entreabrió los ojos.
Creía haber
oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz
ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
—Será el viento —dijo; y poniéndose la
mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez
con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus
goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
Primero unas
y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su
habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave,
aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno
de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de
agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras
ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se
arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten,
estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y
cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
Beatriz,
inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un
momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a
escuchar: nada, silencio.
Veía, con
esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se
movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto,
nada, oscuridad, las sombras impenetrables.
—¡Bah! —Exclamó, volviendo a recostar
su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho—; ¿soy yo tan
miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una
armadura, al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando
los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí
misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya
no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al
separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de
aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás
se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se
movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un
grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y
contuvo el aliento.
El aire
azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un
rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas
del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes,
doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una
hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a
Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a
los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores,
¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del
lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un
sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal
descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y
desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a
buscar Alonso.
Cuando sus servidores
llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a
la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de
las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de
las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca;
blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
IV
Dicen que
después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de
difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de
morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura
que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria
enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un
estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a
una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos
y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba
de Alonso.